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Breves reflexiones en torno a La letra escarlata, de Nathaniel Hawthorne (página 2)




Enviado por Enrique Castaños



Partes: 1, 2

Como la inmensa mayoría de hombres
que creen en la supremacía del reino del Espíritu,
Nathaniel Hawthorne no sólo nos muestra un sacrosanto
respeto hacia la condición femenina, sino que la considera
igual, en lo que a sus potencialidades intelectuales se refiere,
al hombre. Pero también sabe que en una sociedad, como en
la que le tocó vivir a Hester Prynne, que no permite que
la mujer desarrolle esas potencialidades espirituales e
intelectuales, si la mujer se entrega a meditaciones
especulativas, como era el caso de Hester, podía
entristecerla más aún, pues, al fin y al cabo,
está abandonándose a una tarea desesperanzadora. El
primer paso para que la realización plena de la mujer sea
posible, debe ser destruir la sociedad constituida y volverla a
edificar. Naturalmente, Hawthorne no está manifestando
aquí esas tendencias anarquistas destructivas que se
exponen en los textos de Mijaíl Bakunin, para quien el
nuevo mundo de su personal utopía ácrata
debía levantarse sobre las ruinas completas del antiguo.
Hawthorne está aludiendo sólo a la desigualdad
existente entre hombres y mujeres, que debe ser corregida sobre
la base de destruir, mediante la educación, los viejos e
infundados prejuicios sobre la mujer. En ningún momento
manifiesta Hawthorne esa ridícula idea de que hombres y
mujeres deben ser completamente iguales en todo; por supuesto que
deben continuar siendo diferentes en lo que a su naturaleza
orgánica y a su vida anímica se refiere. La
igualdad, como es lógico, la entiende Hawthorne como una
igualdad jurídica y una igualdad de oportunidades. Ambos,
hombres y mujeres, son sujetos de plenos derechos individuales,
y, en este sentido, no puede haber restricción de
ningún tipo en los derechos individuales de la mujer como
miembro de la sociedad y de un cuerpo político. No
obstante, sí es cierto que en Hawthorne, y especialmente
en esta novela, se manifiestan ciertas tendencias vagamente
anarquizantes, seguramente por influencia de dos pensadores
estadounidenses a los que conoció personalmente y
estimó: Ralph Waldo Emerson (1803-1882) y Henry David
Thoreau (1817-1862), ambos de Massachusetts, el primero
precisamente de Boston y el segundo de Concord. De igual modo que
Thomas Jefferson, también Nathaniel Hawthorne estaba
persuadido de que los derechos naturales del hombre de que habla
el pensador inglés John Locke, tales como el derecho a la
libertad, a la vida y a la propiedad, son verdades evidentes por
sí mismas, no sujetas a demostración
empírica, verdades, como si dijéramos,
axiomáticas, tales como lo son las verdades
geométricas[22]Muchas de las principales
ideas del liberalismo político de John Locke, tal como se
manifiestan en su Segundo Tratado sobre el Gobierno
Civil
, cuya tercera y última edición en vida
del autor es de 1698, pasaron a los Padres Fundadores, como el
propio Jefferson, y a los mencionados Emerson y Thoreau. Para
ningún historiador del pensamiento político es un
secreto que las ideas antiestatalistas de William Godwin
(1756-1836) proceden del liberalismo político de Locke,
llevado en el caso de Godwin a sus últimas consecuencias,
lo que no significa que el gran pensador político
inglés no creyese firmemente en el poder político y
en el Estado. En el capítulo primero de su Segundo
Tratado
, puede leerse: «Considero, pues, que el poder
político es el derecho de dictar leyes bajo pena de muerte
y, en consecuencia, de dictar también otras bajo penas
menos graves, a fin de regular y preservar la propiedad y emplear
la fuerza de la comunidad en la ejecución de dichas leyes
y en la defensa del Estado frente a injurias extranjeras. Y todo
ello con la única intención de lograr el bien
público»[23]. También en
Emerson y en Thoreau, aunque en menor grado que en Godwin, hay
una desconfianza hacia el Estado, como de hecho la hubo en el
tercer Presidente de los Estados Unidos y principal redactor de
la Declaración de Independencia. Pero desconfianza hacia
el Estado no significa hostilidad hacia el Estado. Esa hostilidad
la veremos muy clara, después de Godwin, en Pierre-Joseph
Proudhon, y después en el anarquismo ruso de Bakunin y de
Piotr Kropotkin. Pero no es esta la tradición, ni mucho
menos, que alimenta a los dos pensadores estadounidenses citados
que influyeron en Hawthorne. En el caso de Emerson, sus ideas
pueden adscribirse a lo que se ha denominado
«Trascendentalismo», y parece evidente que profesaba
un difuso panteísmo. En el tercero de un conjunto de cinco
ensayos reunidos en castellano bajo el título de Los
fundamentos de la sociedad contemporánea
, dedicado a
la «Política» («Politics», 1844),
puede leerse lo siguiente: «Todos los fines públicos
presentan un aspecto vago y novelesco al lado de los fines
privados. En efecto, a excepción de aquellos que los
hombres se imponen a sí mismos, todas las leyes tienen
algo que mueve a risa […] Dedúcese de todo esto que
a menos gobierno, a menos leyes y a menor delegación de
poder, corresponde mayor bienestar. El antídoto de ese
abuso del gobierno formal, es la influencia del carácter
personal, el desenvolvimiento del individuo, la acción del
maestro para sustituir la revuelta del poder, el influjo del
sabio con quien, precisa reconocerlo, los gobiernos existentes
apenas guardan una ligerísima semejanza […] El
Estado existe para educar al sabio; cuando éste aparece,
desaparece aquél. La presencia del carácter hace
inútil al Estado. El sabio es el
Estado»[24].

La idea de la «desobediencia
civil» es más nítida aún en Thoreau,
al que le costó trabajo independizarse de las concepciones
de Emerson, del que sin duda fue su principal discípulo.
Thoreau, aún con más ahínco que Emerson,
abogaba por una vuelta del hombre al medio natural, a un mayor
contacto con la inocencia de la naturaleza, ajena como es a la
artificialidad de la civilización. Intentó
explicarlo en el más célebre de sus textos,
Walden, que comenzó a escribir en 1846, fruto de
la experiencia que vivió en la cabaña que él
mismo comenzó a construir, en una parcela de su amigo
Emerson, en la primavera de 1845, junto a la laguna de Walden, en
Concord, adonde se trasladó el 4 de julio de ese
año[25]En 1848 pronunció su famosa
conferencia acerca de la relación del individuo con el
Estado, que terminaría adoptando el título de
Desobediencia civil, aunque primero se publicó
bajo el de Resistencia al gobierno civil, en
1849[26]En relación con la conciencia de
pecado de ambos amantes en La letra escarlata,
así como de la posible vinculación de esa
convicción de haber pecado con el hecho de haber mantenido
contacto carnal, debe prestarse atención a unas cuantas
líneas de Thoreau escritas en el capítulo titulado
«Leyes superiores» de Walden. En ellas se
lee lo siguiente: «Tal vez no haya nadie que no se
avergüence a causa de la naturaleza inferior y animal a la
que está unido […] La sabiduría y la
prudencia provienen del ejercicio; la ignorancia y la sensualidad
de la pereza […] Una persona impura es universalmente
perezosa […] Si queréis evitar la impureza y todos
los pecados, trabajad seriamente, aunque sea limpiando un
establo»[27]. Estas palabras están
muy próximas a la moral puritana (recordemos la abnegada
entrega de Hester al duro trabajo de bordadora después de
su condena), y, de otro lado, sería demasiado aventurado
pensar que Hester Prynne?en cuanto a Arthur Dimmesdale no
tendría fundamento alguno dudarlo?, incluso después
de su castigo público, haya abandonado en su fuero interno
por completo algunos de los principios esenciales de la moral
calvinista, tales como el rechazo a la mentira y la ética
del esfuerzo y del trabajo como un bien en sí mismo para
el hombre. Lo que Hester rechaza con todas sus fuerzas,
además de la hipocresía social, es, sobre todo, el
fanatismo, el extremismo a que puede conducir una
confesión religiosa intransigente e intolerante, y, por
supuesto, que se invada de una manera tan impúdica y tan
agresiva su vida privada, habida cuenta que de su acción
no se ha derivado ningún mal concreto para la comunidad en
la que vive. Naturalmente, sus jueces no lo vieron así, y
por eso la condenaron, porque apreciaban en su comportamiento un
mal ejemplo, un ejemplo disolvente de la estructura social. Es
evidente que la ética protestante en general y la
calvinista en particular, al menos en lo que atañe al
contacto carnal, aunque esté fundamentado en un amor
limpio y auténtico, se inspira más en determinados
pasajes del Antiguo Testamento, que toma al pie de la letra, que
en la ética que se desprende de los Evangelios.
Bastaría con traer aquí a colación el modo
de proceder de Jesús con la mujer adúltera.
Sólo si hubiesen tenido en cuenta aquellos miembros del
tribunal que juzgó a Hester la infinita humanidad y la
infinita capacidad de perdón que se desprende de la manera
de actuar de Jesús hacia esa mujer pecadora, hubiesen
resuelto el caso de un modo completamente distinto, esto es,
evangélico. Pero eso era algo completamente
utópico, en aquellos tiempos, en el seno de las
comunidades puritanas de la costa Este norteamericana.

Continuando con las ideas que vierte
Hawthorne en su novela sobre la liberación de la mujer,
estima que la naturaleza del hombre, del varón, debe
«ser modificada en su esencia antes de que la mujer pueda
asumir la que tiene que ser su posición justa y
verdadera» (cap. 13). Cuando todas estas dificultades hayan
sido vencidas, la propia mujer deberá, a su vez, cambiar
completamente. Pero la mujer nunca podrá superar estos
problemas por medio del pensamiento. Son problemas sin
solución, a no ser que el corazón adquiera la
preeminencia en la naturaleza de la mujer (cap. 13). Apreciamos
aquí la desconfianza de Hawthorne, como en cierto modo
veíamos en Emerson y en Thoreau, hacia la
civilización, hacia la cultura libresca, incluso hacia la
razón. Aquí se nos muestra, quizás, el
Hawthorne más romántico y menos ilustrado. Aunque
Hawthorne esté refiriéndose a la condición
femenina, su principio podría aplicarse igualmente a la
condición masculina, a saber, que el corazón
adquiera primacía sobre el intelecto. Semejante alegato
antiilustrado, sin embargo, es de dudosa aplicación
práctica en la vida social, a no ser que se renuncie al
progreso material, o, al menos, se reduzca considerablemente la
confortabilidad artificial de la civilización por el
bienestar espiritual que produce el contacto íntimo con la
naturaleza. Hawthorne, y no conviene endulzar o tergiversar sus
palabras en esta delicada cuestión, está demandando
un puesto clave en la sociedad al misterioso y
problemático territorio del sentimiento, en cuanto que
debe ser el corazón de cada ser humano el que guíe
preferentemente sus actos. ¿Qué ocurriría
entonces con la competitividad salvaje? ¿Y con el
ánimo de lucro?

En cuanto a la mentira, la única vez
que Hester ha mentido es ocultando al mundo, y sobre todo a
Chillingworth, la identidad de su amante. Lo hizo, sin duda, para
garantizar el bienestar de Arthur, «pero la mentira?le dice
a Arthur al desvelarle la identidad de Chillingworth?nunca
está bien, aunque sea con amenaza de muerte» (cap.
17). En la biografía de Kant escrita por uno de sus
más tempranos discípulos, Borowski, terminada en
octubre de 1792, pero que el filósofo de Königsberg,
a pesar de autorizarla después de hechas algunas
correcciones, prohibió terminantemente que se publicase
mientras él viviera, se nos informa cómo el padre
de Kant, que era un humilde guarnicionero, inculcó a su
hijo el más firme rechazo a la mentira, de igual modo que
fue su madre, una ferviente creyente de religión pietista,
la que le enseñó que debía rezar todos los
días[28]

* * * * *

En cuanto a Arthur Dimmesdale, que es un
hombre de profundas convicciones religiosas, temeroso de Dios y
entregado por entero a su feligresía, el sentimiento de
culpa lo atormenta de manera terrible por su acción con
Hester, de la que se arrepiente sinceramente, aunque
continuará amando apasionadamente en secreto, dentro de
sí mismo, a la valerosa joven. Desde el principio del
calvario por el que tiene que pasar Hester, le insta a que
desvele su nombre, aunque, como hemos dicho ya, con nulo
resultado, pues ella quiere evitar a toda costa que finalice su
actividad como pastor y que se exponga de manera tan humillante
al escarnio público. Pero no vaya a pensarse que Arthur es
un cobarde o un despiadado egoísta. Hace todo lo que
está en su mano por aliviar el sufrimiento de Hester. Por
ejemplo, cuando intercede con valentía e impecable
argumentación, en presencia del Gobernador de la colonia,
Richard Bellingham[29]y de su superior, el
humanitario reverendo John Wilson[30]en favor de
que Hester continúe viviendo con su hija Pearl, haciendo
una encendida y conmovedora defensa de los «derechos
inalienables» que asisten a una madre que ama con total
desinterés y dedicación a su hija (cap. 8). Entre
madre e hija, alega el ministro, «existe una
relación terriblemente sagrada», que se ve acentuada
por el hecho de que la misión de Pearl es la de bendecir,
«de ser la única bendición en la vida de esta
mujer»; más aún: la función de la
pequeña Pearl es de carácter expiatorio, y eso
explica que el atuendo de la niña recuerde el
símbolo que su madre lleva sobre el pecho (cap.
8).

Arthur no es un hombre de ideas liberales;
para tener paz espiritual, necesita sentir sobre él la
presión de la fe, que lo confinaba en una especie de
armazón de hierro (cap. 9). Pero, aunque sinceramente
arrepentido, el sentimiento de culpa casi lo conduce a la locura.
Ello es así, en parte, por la sutil y demoníaca
actuación de Roger Chillingworth, quien, bajo la
apariencia de la amabilidad y la amistad, tratará de
destruir psicológica y moralmente a un espíritu tan
sensible como el de Arthur. Su sensibilidad es tan intensa, su
imaginación y su pensamiento tan activos, que la
enfermedad física tenía así muchas
probabilidades de originarse en el interior de este turbulento
magma espiritual (cap. 9). En Arthur se daba una
«extraña compenetración de su cuerpo con su
alma»; de ahí que, en su caso, «una enfermedad
del cuerpo» pueda ser «sólo un síntoma
de una enfermedad del espíritu» (cap. 10). Pero un
«hombre que está agobiado por un secreto»,
como era su concreta circunstancia, «debería evitar
toda intimidad con su médico» (cap. 9), pues no
olvidemos que Chillingworth ha tenido la suprema habilidad de
ganarse la confianza de Dimmesdale sin que este sospeche nada,
ofreciéndose como su médico, pues como tal se ha
presentado en la comunidad después de su repentina
aparición en el poblado, sin que nadie, salvo,
naturalmente, Hester, lo reconozca. En una conversación
con el sigiloso y vengativo falso médico, Arthur
manifiesta juicios y opiniones que pudieron haber influido en
Miguel de Unamuno al escribir San Manuel Bueno,
mártir
(novelita publicada en marzo de 1931),
especialmente porque, además de esconder un profundo
secreto que no quiere conozca la comunidad de feligreses a la que
atiende espiritualmente, sugiere que si tal secreto se conociese,
entonces no podría llevar su bálsamo y consuelo a
los pecadores, que necesitan verlo como un hombre puro y sin
mácula. Su tormento, indecible, es interior, está
oculto, y, por eso mismo, es aún más devastador
(cap. 10).

Cuando descubra la identidad de su
compañero de casa y de cuáles son sus verdaderas
intenciones, desveladas por Hester en lo más profundo del
bosque, Arthur recibirá una impresión muy intensa.
Esta escena del encuentro en la umbría de los que una vez
fueron fugaces amantes, después de transcurridos siete
años[31]de sufrimiento en silencio, es de
una belleza indescriptible. Es la cita furtiva entre dos seres
puros y buenos que todavía se aman con ternura y absoluto
desinterés. «Si fuera un ateo?le dice Arthur a
Hester entre el rumor de las hojas?, un hombre sin conciencia, un
desalmado con instintos toscos y brutales, puede que hubiese
encontrado paz hace mucho tiempo. Más aún, no la
habría perdido nunca» (cap. 17). La penitencia que
ha hecho hasta entonces la estima insuficiente, una prueba
más de su severa autoexigencia moral: « ¡Es
verdad que ya he hecho bastante penitencia! Pero no he logrado
verdadero arrepentimiento » (cap. 17). Para Arthur, el
pecado de Chillingworth es mayor que el de Hester y el suyo
propio, pues el médico «violó a sangre
fría el sagrado secreto de un corazón humano»
(cap. 17). Sólo ante los ojos de Hester, delante de ella
en la soledad del bosque, podía Arthur, que había
sido falso ante Dios y ante los hombres, ser por unos instantes
él mismo (cap. 17). La cruda verdad, dice el narrador en
referencia a Dimmesdale, «es que las huellas que la culpa
deja en las almas no se pueden reparar en este mundo» (cap.
18).

Es al final del relato cuando Arthur nos
ofrece una actitud inequívocamente gallarda y decidida,
precisamente al tomar la irrevocable decisión de
comunicarle a toda la comunidad?después de haber
pronunciado su último sermón, que casi lo ha
transfigurado en un santo a ojos de todos?cuál es la
verdad del hecho que tan celosamente ha guardado, bien es cierto
que a instancias de Hester, durante siete prolongados
años, y la expresa, además, encima del mismo
patíbulo vergonzoso en el que Hester Prynne, con su hijita
en brazos, sufrió entonces tan espantosa
humillación. Hace algún tiempo que siente, que
intuye de un modo muy difícil de explicar racionalmente,
que va a morir, y no está dispuesto a permitir que esto
ocurra sin haber asumido públicamente su culpa. Las graves
palabras que pronuncia desde el oneroso tablado, dejan
atónita y sobrecogida a la multitud que lo escucha en
profundo y recogido silencio. Se arranca violentamente la banda
de ministro, y la misma marca, igual a la de Hester, que ha
estado durante todo ese tiempo quemando su corazón, surge
de pronto, como un signo del castigo divino, ante las miradas de
una multitud paralizada por el horror, sobre su pecho (cap. 23).
Pero Hawthorne nos propone aquí una metáfora, pues
el narrador no deja definitivamente aclarado si la marca era o no
real, nítidamente visible o no, ya que algunos de los
presentes manifestaron haberla visto con sus propios ojos,
mientras que otros afirmaron, igual de resolutivos, que no
habían visto estigma alguno hendido en la carne viva del
pecho de Arthur Dimmesdale. Lo importante, viene a decirnos el
novelista, es el estigma que durante siete interminables
años ha quemado lo más escondido del corazón
y el pecho de Arthur, con independencia de que los ojos de los
sentidos puedan o no verlo. Lo que sí pudo comprobar la
muchedumbre congregada es que el espíritu de Dimmesdale,
desde el momento en que se hubo desprendido de su culpa, se
hundió en un profundo reposo, como si un pesado fardo le
hubiese sido arrancado. Para Nathaniel Hawthorne, que nunca
pierde de vista el temible combate entre las fuerzas del bien y
las fuerzas del mal que tiene lugar a todo lo largo de la
existencia de la vida de los hombres desde el momento de la
caída, la actitud de Arthur confirma que el demonio no
puede triunfar; expresado de otro modo: que Chillingworth ha
fracasado por completo. Pero Arthur lo perdona lealmente, sin
atisbo alguno de rencor. Pearl, que un poco antes se había
abrazado a las piernas de su padre, lo besa ahora en los labios.
Las lágrimas de la que está a punto de dejar de ser
una infanta, caen sobre su padre como una promesa de futuro y de
esperanza para ella. Arthur, al fin de esta conmovedora escena,
muere en brazos de Hester, muy poco después de que ella le
haya dicho: « ¡Estoy segura de que hemos pagado el
precio de la libertad, el uno con el dolor del otro!» (Cap.
23). La libertad, parece decirnos Hawthorne, la libertad
individual, la libertad de elegir, lleva aparejado el
sufrimiento, en este caso provocado por unos principios
religiosos impregnados de prejuicios, de intolerancia y de
fanatismo. Hay aquí un contacto muy tangencial con la
cosmovisión dostoyevskiana de la libertad, un autor, en
cualquier caso, que no pudo influir absolutamente nada en el
contenido moral de La letra escarlata. Para el gran
novelista ruso, sobre todo a partir de 1866, año en que
comienza a publicarse Crimen y castigo, la libertad, que
constituye el máximo distintivo del ser humano, es
libertad de elegir entre el bien y el mal; el problema de la
libertad no puede disociarse del problema de Dios y del problema
del mal; la redención del mal cometido exige
arrepentimiento y castigo; y la vida del hombre es inconcebible
sin sufrimiento, pues éste es consustancial a la
condición humana. En la novela de Hawthorne, el precio de
haber elegido libremente los amantes, en el seno de una comunidad
intransigente, conlleva ineluctablemente el recíproco
sufrimiento de ambos, la separación definitiva y la
marginación social de uno de los amantes, que se sacrifica
voluntariamente y a un precio terrible por el otro, una muestra
indubitable de la misteriosa fuerza del amor. Las últimas
palabras de Arthur, antes de expirar, son memorables. Dice que lo
que ambos hicieron fue una cosa en la que mostraron olvidarse de
Dios, algo que supuso una violación del respeto que
mutuamente se debían el uno para con el otro, algo que
parecía hacer para siempre imposible que se encontrasen en
la otra vida, en la vida verdadera, en la vida eterna, pero la
infinita misericordia de Dios hará posible ese anhelado
encuentro, de igual modo que esa misma misericordia se ha
manifestado en las terribles aflicciones de Arthur: en el estigma
que abrasaba su pecho (por eso se ponía tanto la mano en
él, para asombro constante de la pequeña Pearl), en
la aparición y fatal presencia obsesiva de su enemigo
declarado Chillingworth, en su confesión pública
delante de todos.

Después del penúltimo
capítulo, el autor coloca una Conclusión del
relato, el capítulo 24, que debe ser leída con
atención, pues está impregnada de un hondo
significado moral. Dos cuestiones deben ser subrayadas. La
primera, que al exhalar su último suspiro en los brazos de
Hester Prynne, Arthur Dimmesdale está expresándole
a toda la humanidad cuán débil es el derecho de los
hombres a la autosatisfacción. En presencia de todos
estaba dejando entrever una gran verdad: que todos somos
pecadores frente a la Pureza Infinita, esto es, Cristo. La
segunda, y éste sí puede ser considerado un
planteamiento ético kantiano, que hay que decir la verdad,
la verdad más recóndita que anida en nuestro ser, y
si no somos capaces o no tenemos el valor de decirla completa, al
menos debemos manifestarla de tal manera que permita a los
demás atisbar cómo somos verdaderamente por dentro
y qué escondemos.

Quizá sea este el momento de
discrepar con algunas de las rotundas afirmaciones del
eruditísimo e inimitable escritor argentino Jorge Luis
Borges, contenidas en el texto de una conferencia sobre Nathaniel
Hawthorne que pronunció, en marzo de 1949, en el Colegio
Libre de Estudios Superiores de la ciudad de Buenos Aires.
Apoyándose en la opinión de Edgar Allan Poe de que
Hawthorne tendía a la alegoría, algo indefendible
para el gran escritor bostoniano, así como en la creencia
de que un «error estético» dañó
al autor de La letra escarlata: «el deseo puritano
de hacer de cada imaginación una fábula lo
inducía a agregarles moralidades y a veces a falsearlas y
a deformarlas»[32], Borges concluye diciendo
que los cuentos de Hawthorne son mucho mejores que sus novelas.
En su excesiva propensión a la metáfora, lo compara
con Ortega y Gasset, y, además, opina que, a pesar de su
«curiosa imaginación», Hawthorne es un
escritor «refractario, digámoslo así, al
pensamiento»[33]. Las preferencias de Borges
se decantan por Twice-Told Tales (Cuentos dos veces
contados
, de la primavera de 1837), en donde se prefiguran,
sobre todo en Wakefield, el mundo de Herman Melville y
de Franz Kafka[34]No sólo no creo que haya
fundamento para afirmar que un escritor como Hawthorne es
«refractario al pensamiento», siempre y cuando ese
concepto de pensamiento se amplíe, como debe hacerse, a la
esfera de lo religioso y lo moral, sino que, antes de leer el
deslumbrante ensayo de Borges, he entrevisto relaciones, desde el
punto de vista de las consecuencias morales y del trágico
fin que puede derivarse de una acción, con uno de los
más excelsos relatos de Herman Melville, Billy Budd,
marinero
, aunque el escritor bonaerense no acierte a ver
ninguna. Tampoco me parece un descrédito, sino todo lo
contrario, procurar «hacer del arte una función de
la conciencia»[35], como con acertado juicio
crítico deduce el rioplatense de las novelas del
estadounidense. A diferencia de lo que opinaba Henry James, Jorge
Luis Borges no ve «objetividad» alguna en La
letra escarlata
. Objetividad que, tanto para Henry James
como para Ludwig Lewisohn (1882-1955), se fundamentaba
básicamente en la autonomía e independencia del
personaje de Hester Prynne. Esa objetividad, sin embargo, la ve
Borges en Joseph Conrad o en León Tolstoi, pero no en
Hawthorne[36]Nosotros, no obstante, sí
compartimos la opinión de ese gran representante de la
novela psicológica que fue Henry James.

* * * * *

Sólo resta completar el dibujo de la
personalidad del complejo personaje de Roger Chillingworth, el
marido de Hester Prynne al que todos creían muerto en un
naufragio, durante el viaje desde Inglaterra hasta la
Bahía de Massachusetts, pero que aparece de improviso en
el poblado, bajo un nombre supuesto y ocultando su identidad,
salvo a su propia esposa, después de haber sido retenido
durante un periodo prolongado por los indios, de los que ha
aprendido mucho, en especial el elevado poder curativo de las
hierbas y plantas silvestres. Él mismo admite que ha
empleado «sus mejores años en alimentar el
sueño hambriento de la sabiduría» (cap. 4).
Chillingworth es un hombre, desde mucho antes de conocer a
Hester, volcado casi exclusivamente en el estudio y en el mundo
frío, marmóreo y rígido de los libros. La
aventura imprevisible de la experiencia de la vida, con sus
caídas y contradicciones, con sus aciertos y desatinos,
con sus misterios y transparencias, es algo completamente
desconocido para él. Sólo vive encerrado en el
limitado universo de los libros que estudia, sin pasión,
sin ardor, sin fuego que abrase el alma. En la única
entrevista que mantiene con Hester cuando ésta se halla en
la cárcel, le dice a la que una vez fue su esposa:
«Mi mundo era un mundo sin alegría. Mi
corazón era una habitación suficientemente grande
para albergar a muchos huéspedes, pero solitaria y
fría, y sin un fuego que la calentara» (cap. 4). En
esa misma conversación carcelaria, le confiesa a Hester
que está decidido a descubrir la identidad del hombre que
ha yacido con su mujer: «Créeme Hester, hay pocas
cosas (ya sea en el mundo exterior, o, hasta cierto punto, en la
esfera invisible del pensamiento), pocas cosas que permanezcan
ocultas al hombre que se dedica intensa y exclusivamente a
resolver un misterio» (cap. 4). Chillingworth se nos
presenta, pues, como un ejemplo de perseverancia, aunque el
objeto de sus indagaciones sea la venganza. Sin haber estudiado
Medicina en ninguna Universidad, sus amplias lecturas y sesudos
conocimientos le facultarán, mediante el engaño y
la simulación, ejercerla en Boston, en donde se presenta
como médico, manteniendo desde muy pronto unas excelentes
relaciones con las autoridades locales. Enterado desde el
principio de lo que su mujer ha hecho, es decir,
simultáneamente al resto de los miembros de la comunidad,
el principal y casi único objetivo de la existencia de
Chillingworth es la venganza, especialmente dirigida contra ese
hombre, todavía desconocido, que es el padre de Pearl,
hombre cuya vida se propone destruir lenta y cruelmente, pero con
la astucia de un zorro y la prudencia de una serpiente como
valiosas auxiliares. Todo el motor de su vida, desde que conoce
los hechos, nos dice el narrador en la Conclusión del
libro, había sido entregarse a la organización y
ejecución de esa despiadada venganza.

Entrado en años, deforme,
inteligente y astuto, Chillingworth es, sobre todo, un malvado.
En cierto modo, al igual que el Claggart de Billy Budd,
marinero
, el mal que anida en el corazón de
Chillingworth es una maldad más allá del vicio, que
«no participa en nada de lo sórdido ni de lo
sensual», aunque, a diferencia de Claggart, no se trata de
una «depravación natural»[37],
sino de una malignidad alimentada por el odio e incluso por una
incapacidad para asimilar correctamente los parabienes de la
civilización, representados por los libros de la
más alta cultura. La única persona que conoce la
verdadera identidad de Chillingworth es, naturalmente, Hester,
aunque, bajo siniestras amenazas, tendrá que mantenerla
oculta, decidiéndose, al fin, pasados siete años, a
revelarle a Arthur, en la entrevista del bosque, la identidad de
Roger y que comparte casa nada menos que con su más
declarado enemigo.

* * * * *

Pearl, por último, es el fruto, la
encantadora hija nacida de la relación adúltera
entre Hester y Arthur. Representa la inocencia, lo
indómito, lo incontaminado y natural, y, en este sentido,
podríamos encontrarle un cierto paralelismo con la
niña Catherine Earnshaw que se cría medio salvaje
en las landas del Yorkshire, del mismo modo que hay en ella
destellos luminosos que proceden de ese culto
«trascendentalista» a la Naturaleza de Ralph Waldo
Emerson y de Henry David Thoreau, y quién sabe si no la
tuvo algo en cuenta Melville para pergeñar la más
pura inocencia y bondad que aflora de todas sus creaciones,
«la bondad más allá de la
virtud»[38], tal como se revela en la
enigmática e inmarcesible encarnación del bello
marinero Billy Budd. Pero Pearl también parece estar
inconscientemente rodeada de un extraño halo de misterio,
pues de su comportamiento se desprende una innata capacidad para
saber qué ocurre a su alrededor, cómo es el
interior de las personas, que energía desprenden, si
salutífera y buena, o perversa y
demoníaca[39]Pearl[40]es
traviesa, indomable, caprichosa, inquieta, algo así como
un duendecillo de los bosques, pero ama con locura a su madre.
Representa lo contrario de las convenciones sociales, de las
normas trasnochadas, de la hipocresía, del fanatismo
religioso y la falsedad moral. Como muy bien acierta a decir
Arthur?ya lo hemos recordado?,la misión de Pearl «es
la de bendecir; de ser la única bendición en la
vida de esta mujer [Hester]. Su función es también,
como la misma madre ha dicho, expiatoria» (cap. 8). En la
educación de Pearl encontrará un campo propicio
para desahogarse la fantasía del pensamiento de Hester
Prynne.

A la muerte de Chillingworth, Pearl
recibió una sustanciosa herencia. Después de esa
muerte, madre e hija desaparecieron durante largos años.
Pero, al fin, Hester Prynne regresó al que consideraba su
verdadero hogar. Madre e hija terminaron separándose, y es
comprensible pensar que Pearl vivió con comodidad y entre
los encantos de su juventud, posiblemente en Inglaterra, o en
lejanas y extrañas tierras, aunque con certeza nunca
más se supo de sus pasos. Hester Prynne, por su parte, y
sin que nadie se atreviese ahora a obligarla a ello,
colocóse voluntariamente de nuevo la letra escarlata sobre
su pecho, pero en esta ocasión el estigma sólo
provocaba admiración y respeto entre quienes la rodeaban.
Deseaba en lo más íntimo continuar haciendo
penitencia. Hester Prynne dedicó lo que le quedaba de vida
al trabajo y a la altruista dedicación a sus semejantes,
y, como había tenido una gran experiencia en el dolor y en
el sufrimiento, sus consejos eran muy estimados por los
habitantes de la colonia. Al morir, su tumba fue cavada junto a
la de quien una vez había sido el hombre de sus
sueños.

Málaga, 1 de mayo de 2014,
festividad de Santa Columba de Cornualles, princesa virgen del
siglo VI que fue decapitada por no querer casarse con un esposo
pagano.

 

 

Autor:

Enrique Castaños

Doctor en Historia del Arte.

[1] Hemos empleado la traducción de
Pilar Serrano y José Donoso (Barcelona, Debolsillo,
2009).

[2] Hans Plischke, «El movimiento de la
expansión inglesa y francesa del siglo XVI al
XVIII», en Walter Goetz (dir.), La época del
absolutismo (1660 – 1789), Madrid, Espasa-Calpe, 1978,
pág. 422. La traducción es de Manuel
García Morente. La primera edición
española es de 1934 y la edición original alemana
del periodo final de la República de Weimar, siendo uno
de los volúmenes, el VI, de la célebre
Propyläen Weltgeschichte.

[3] Max Weber, La ética protestante y
el espíritu del capitalismo, Barcelona,
Península, 1998, págs. 118-119. La
traducción es de Luis Legaz Lacambra. El clásico
texto se editó por vez primera en 1901. Un esbozo muy
temprano de la doctrina de la predestinación puede
encontrarse en el monje Gotescalco, que vivió en el
siglo IX. Su doctrina, que puede considerarse como un
agustinismo extremo, establecía que «los malos se
hallan predestinados a la muerte, y los buenos a la vida
[…] Dios no ha querido salvar a todos los hombres, sino
sólo a los elegidos, que es para los únicos para
los que murió Cristo». Jean Jolivet, La
filosofía medieval en Occidente, Madrid, Siglo XXI,
1974, pág. 53. La traducción es de Lourdes
Ortiz.

[4] Allan Nevins, Henry Steele Commager y
Jeffrey Morris, Breve historia de los Estados Unidos,
México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1994,
págs. 15-23. La traducción es de Francisco
González Aramburo. La primera edición en
inglés se publicó en 1942.

[5] Ibídem, pág. 29.

[6] Ibídem.

[7] Ibídem, pág. 30.

[8] Una sucinta pero rigurosa semblanza de
Oliverio Cromwell es la que dibuja del personaje el gran
representante de la escuela histórica alemana, Leopold
von Ranke, Grandes figuras de la Historia, Barcelona, Grijalbo,
1966, págs. 231-237. La traducción y
selección corresponden a Wenceslao Roces. En la
pág. 235, afirma Ranke sobre el gran estadista
inglés: «Este hombre logró realizar la
inmensa hazaña de romper las envolturas que en las
naciones europeas tenían preso al individuo sumido en su
vida privada». Uno de los estudios fundamentales sobre
los agitados acontecimientos ingleses es el de François
Guizot, Historia de la revolución de Inglaterra, Madrid,
Sarpe, 1985. La traducción es de Diego Fernández
Mardón. La redacción del libro de Guizot es de
1826-1827. Otro estudio historiográfico relevante es el
de Alfredo Stern, La revolución inglesa, Barcelona,
Montaner y Simón, s.f. Hay una edición anterior
de este estudio, en esa misma editorial barcelonesa, de 1894.
El historiador alemán Alfred Stern (1846-1936), fue
Profesor en Berna desde 1873.

[9] Georg Jellinek, La declaración de
los derechos del hombre y del ciudadano, Granada, Comares,
2009, pág. 80. La traducción, de 1907, es de
Adolfo Posada.

[10] Ibídem.

[11] Ibídem, pág. 77.

[12] Ernst Troeltsch, El protestantismo y el
mundo moderno, México, D. F., Fondo de Cultura
Económica, 1967, pág. 67. La traducción es
de Eugenio Ímaz.

[13] Recuérdese que Providence
está en Rhode Island.

[14] Troeltsch, pág. 67.

[15] Para todo lo anterior, así como
para las cifras totales de guillotinados durante la
Revolución y su distribución por grupos sociales,
debe consultarse el libro de George Soboul, La
Revolución francesa, Madrid, Tecnos, 1994. La
traducción es de Enrique Tierno Galván. La
edición original francesa es de 1966.

[16] Hannah Arendt, Sobre la
revolución, Madrid, Alianza, 2009, pág. 251. La
traducción es de Pedro Bravo.

[17] Ibídem, pág. 101.

[18] Tomo los datos de las palabras
preliminares y del prólogo de Alberto Palcos (1894
– 1965) al cuidado volumen con diversos escritos de
Condorcet, Influencia de la Revolución de América
sobre Europa, Buenos Aires, Elevación, 1945. La
traducción es de Tomás Ruiz Ibarlucea. El ensayo
que nos ocupa se encuentra entre las págs. 21-62.

[19] Lo explica muy bien, con argumentos
rigurosos y llenos de buen sentido, alejados de cualquier
espíritu intolerante y sectario, en la carta que le
escribe, el 21 de diciembre de 1613, a su principal
discípulo y colaborador, el sacerdote y
matemático Benedetto Castelli, uno de los padres de la
hidráulica moderna. Véase, Galileo Galilei, Carta
a Cristina de Lorena y otros textos sobre ciencia y
religión, Madrid, Alianza, 2006, págs. 45-57. La
traducción es de Moisés González
García.

[20] Jean Jolivet, pág. 108.

[21] La expresión in media res procede
de lo que dice el poeta latino del siglo I a. C. Quinto Horacio
Flaco sobre Homero en el apartado XI de su Epístola a
los Pisones o Arte Poética, a saber, que «lleva a
los lectores a lo vivo de la acción». Horacio,
Odas y Épodos. Sátiras. Epístolas. Arte
Poética, México, D. F., Porrúa, 1980,
pág. 173. La traducción es de Tomás
Meabe.

[22] La afirmación de Locke puede
sorprender en un pensador que no creía en las ideas
innatas, como trató de demostrar en el primer libro de
su Ensayo sobre el entendimiento humano. Sobre la
difícil conciliación entre la posición
filosófica empirista de Locke, es decir, que el
conocimiento se adquiere a través de los sentidos y de
la experiencia, y su posición política a favor de
las verdades evidentes por sí mismas, tales como los
llamados derechos naturales, puede consultarse George Holland
Sabine, Historia de la teoría política,
México D. F., Fondo de Cultura Económica, 2006,
pág. 407. La traducción es de Vicente
Herrero.

[23] John Locke, Segundo Tratado sobre el
Gobierno Civil, Madrid, Tecnos, 2006, pág. 9. La
traducción es de Carlos Mellizo.

[24] Rodolfo W. Emerson, Los fundamentos de
la sociedad contemporánea, Madrid, Imprenta de Juan
Pueyo, 1923, págs. 105-106. Más adelante, en la
pág. 109, dirá que «las tendencias de
nuestra época favorecen la idea del self-government
[autogobierno]». La traducción es de Francisco
Lombardía.

[25] Extraigo los datos de la
Introducción de Javier Alcoriza y Antonio Lastra al
mencionado texto, del que también son los traductores.
Henry David Thoreau, Walden, Madrid, Cátedra, 2009,
págs. 9-50.

[26] Ibídem, pág. 16.

[27] Ibídem, págs. 255-256.

[28] Ludwig Ernst Borowski, Relato de la vida
y el carácter de Immanuel Kant, Madrid, Tecnos, 1993,
pág. 18. La traducción es de Agustín
González Ruiz. Aunque, con un espíritu muy poco
kantiano, Borowski publicó todo lo que Kant había
tachado de la biografía, dejando además tal como
él los había redactado aquellos breves pasajes
modificados por Kant, mostrando de este modo al público
lector su propia redacción original y las anotaciones
marginales del eminente pensador, en el pasaje en el que habla
de la actitud y la influencia de los padres de Kant en la
formación de su carácter, indica Borowski
expresamente en nota al pie que no se vio alterado lo
más mínimo después de la lectura efectuada
por el filósofo. Borowski interpretó ese respeto
en este punto en concreto como una muestra significativa acerca
del rigorismo moral que caracterizaba al biografiado.

[29] Personaje histórico, nacido en
Inglaterra en 1597, emigrante a Nueva Inglaterra en 1634, fue
durante varios periodos teniente-gobernador, y, finalmente, en
1641, 1654 y desde 1665 hasta su muerte, ocurrida en 1672,
Gobernador de Massachusetts. Los datos los proporcionan los
traductores en la nota nº 12 de la citada edición
de la novela de Hawthorne.

[30] Pastor protestante, superior en
jerarquía a Arthur Dimmesdale, se trata también
de un personaje rigurosamente histórico, nacido en
Inglaterra en 1591, donde obtuvo, en el King’s College de
Cambridge, los grados de bachiller y licenciado en artes,
trasladándose posteriormente a Nueva Inglaterra, en
1630, donde trabajó como profesor en la Primera Iglesia
de Boston, lugar en el que permaneció hasta su muerte,
acaecida en 1667. Asimismo, estos datos biográficos los
proporcionan los traductores en la nota nº 13 de la
mencionada edición de la novela.

[31] El simbolismo bíblico del
número siete no debe ser desdeñado.

[32] Jorge Luis Borges, «Nathaniel
Hawthorne», en Prosa Completa, Barcelona, Bruguera, 1980,
volumen 2, pág. 180.

[33] Ibídem.

[34] Ibídem, pág. 185.

[35] Ibídem, pág. 189.

[36] Ibídem, pág. 190.

[37] Herman Melville, Benito Cereno. Billy
Budd, marinero, Madrid, Alianza, 2007, pág. 240. Las
expresiones de la novela corta de Melville corresponden al
capítulo 11. La traducción del segundo de los
relatos de Melville recogido en la edición de Alianza,
que es el que ahora nos ocupa, es de José María
Valverde.

[38] Hannah Arendt, Sobre la
revolución, pág. 111. En el apartado 3 del
capítulo 2 de su profundo ensayo, quizás lleve a
cabo la gran pensadora judía la que puede ser
considerada como la más aguda?a pesar de su
concisión?interpretación jamás realizada
del magistral relato de Herman Melville.

[39] Similar intuición profunda para
distinguir la malignidad de la inocencia, también
pareció adornar al intachable capitán Vere en
Billy Budd, marinero, sublime encarnación de «la
virtud más allá de la bondad», y que, a
pesar suyo, puesto que las leyes no están hechas ni para
los ángeles ni para los demonios, sino sólo para
los hombres, no tendrá más remedio que persuadir
al Consejo de guerra sumarísimo de que Billy Budd, un
«ángel de Dios», debe ser ahorcado,
después de haber matado, casi con completa seguridad
involuntariamente, a su superior Claggart de un manotazo. La
inocencia pura castiga implacablemente, del único modo
que sabe hacerlo, al mal absoluto, a la
«depravación natural», pero, por eso mismo,
en tiempo de guerra y en un mundo en el que sólo pueden
regir las leyes humanas, a Billy Budd no le queda otra salida
que la ejecución, promovida por quien menos desea su
muerte; de ahí la inmensa tragedia que contiene en sus
entrañas este relato único. Véanse para
toda esta cuestión los mismos capítulos
señalados en las notas precedentes de los libros de
Herman Melville y de Hannah Arendt.

[40] En 1649 tiene siete años
cumplidos.

Partes: 1, 2
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